miércoles, 29 de julio de 2009

Dos mundos juntos

Llegamos a Sant Carles de la Ràpita un tanto desorientados. No sabíamos exactamente qué papel habríamos de representar en aquel libreto escrito para la ocasión. Meses atrás habíamos conocido a Anna en Valencia durante la presentación de un documental sobre la convivencia de las familias homoparentales con hijos. Reconocí pronto su fisonomía, sus gestos y su voz. Era la madre-coraje con la que habíamos llorado la navidad pasada mientras brindábamos con champán rodeados de nuestros auténticos padres y madres; la madre-coraje que defendía la homosexualidad de su hijo a boca llena desde lo más profundo de España y de su convicción; la misma madre-coraje cómplice del universo rico, variado y único del hijo que le cogía devotamente de la mano para mostrarle todo su afecto durante unos minutos de grabación de aquel programa de televisión que hizo historia en nuestro salón.
Eso fue lo primero que supimos de la que sería nuestra otra familia. De repente, aquel personaje cotidiano, bañado en la humildad de su discurso en el momento de las presentaciones, pasaba a formar parte del mito. Era un nuevo referente sacado del anonimato y anunciaba la buena nueva de la normalización vivida en sus propias carnes. Sin saberlo, ella había conquistado la torre más alta de nuestro castillo.
Meses más tarde conocimos a su hijo. Anna dice que el destino nos tenía guardado ese encuentro. Sonrisa amplia, anchas espaldas, mirada pícara de un travieso niño grande que combate la injusticia con humor. Probablemente él estaba llamado a sentirse hermano nuestro desde el principio y nosotros a trasvasarle toda la experiencia atesorada durante estos años. Quizás un loco guionista de novelas surrealistas se había dedicado, en un tiempo impensable, a describir personajes y hacer el reparto de diálogos para que todo encajara correctamente. Aquella noche barcelonesa, preludio de una hermosa primavera, siempre la recordaremos como la noche en que conocimos a Andreu, el hijo valiente que salió del armario ante toda España cogido de la mano de su madre.
A la composición aún le faltaban pinceladas muy diestras para que acabase en obra de arte.
La (negada mil veces por mis labios) casualidad hizo que volviésemos a encontrarnos con Anna meses después. Orgullosos todos de vivir una condición sexual diferente desde la total normalidad, juntos en la misma causa reivindicativa, la manifestación del Orguyo Gay en Valencia posibilitó el volver a vernos. La iniciativa de invitarnos a su casa para las fiestas del pueblo hizo que saltara la chispa y se propiciara la amistad. Así fue como Anna convirtió, el pasado fin de semana, su localidad en una escuela de tolerancia y convivencia en la diversidad. Una preciosa adolescente, su hija, paseó blindada por muchos amigos de la causa una banda de honor en la que rezaba: "Associació de mares i pares de gais i lesbianes". Tal fue la habilidad de nuestra madre putativa que, más de una veintena de personas, nos vimos de repente en la presentación de una ofrenda en una iglesia y anunciados convenientemente por megafonía del mismo modo en que figuraba en la banda de nuestra musa adolescente. Anna y los suyos acababan de meter el mejor gol de la temporada y fuera de su campo.
Vicent es un atractivo hombre que ama la vida y eso se nota en cada uno de los surcos de su cara. Armonioso cuerpo de hombre entregado a la mar, bronceado cobre perenne y jovial alma plena de tesoros como los ocultos en los fondos marinos. Conocer a Vicent es toda una experiencia. Pudimos conversar con él de deporte, de baile, del sacrificio del trabajo y muchas cosas más desde la veteranía de su edad y el chisporreteo constante de sus ojos.
Ésta es nuestra nueva familia. No presenta deficiencias en valentía ni generosidad. Hospitalarios y excelentes anfitriones, mejores pedagogos fueron explicando a todo el pueblo, a través de su ejemplo, que es posible la unión de esos dos mundos, el heterosexual y el homosexual. O mejor aún, nuestra nueva familia nos recordó que jamás esos dos mundos debieron haberse separado. Como ellos mostraron ante el pueblo su unión en claro aval de sus ideas, así lo supieron entender los convecinos y así fuimos recibidos desde el máximo respeto y admiración.
Anna sigue preguntándose, como hacía en aquel documental de hace años, por qué no pueden convivir el mundo heterosexual y el homosexual unidos. Por qué tiene que haber gente que discrimine a Andreu o le impida ir cogido de la mano de su novio por la calle. Anna sigue haciéndose muchas preguntas. Pasará tiempo hasta que resuelva algunas. Otras no tienen explicación posible. En estos años desde que ella comenzó a cavilar ha visto que algunas no deben plantearse y que es mejor ignorarlas.
Y así pasará la vida plena de preguntas y respuestas, compartiendo entre todos nuestros miedos y esperanzas sabiendo que, una abuela moderna y experta en su tiempo, acunará a nuestro hijo mientras salimos de cena y echamos unas risas para frivolizar nuestros posibles dramas.
Siempre estaremos a vuestro lado para recordar, allí donde se produzca una mirada de desconfianza o miedo, que estos dos mundos nunca deben separarse.
Ahora, vuestra familia y la nuestra tampoco lo harán.

Dedicado a una madre-coraje y a toda su prole de héroes.
Dedicado a la gente de AMPGIL, ese ejército de la paz que, como Anna y los suyos, también nos ofrecieron su corazón estos días. Nos sentimos apadrinados y amadrinados por todos vosotros.
Gracias por ser la parte más hermosa de nuestros padres. Quizás la que nunca vimos en ellos.

martes, 28 de julio de 2009

Dos mundos juntos. Preámbulo

En unas horas leerán un nuevo artículo en Destierro lunar: "Dos mundos juntos".
En esta ocasión les contaré lo vivido durante este fin de semana en un pueblo de Tarragona, gracias a la labor de una madre-coraje llamada Anna.
Siempre la recordarán por una frase que la ha hecho célebre sin ella pretenderlo. Una frase que ha de cambiar la mentalidad de muchos y derribar la barrera de la intransigencia y el odio que aún se mantiene en pie... "¿por qué no pueden convivir estos dos mundos juntos, el homosexual y el heterosexual y hacerlo en paz?".
Para Anna y todos los amigos que nos han ayudado a seguir creyendo en la bondad del ser humano estos dos días, "Dos mundos juntos".
Permítanme que me tome unas horas más de descanso. La nostalgia de la partida no me hace posible escribir con la lucidez adecuada.
Gracias y hasta muy pronto.

jueves, 16 de julio de 2009

Digna, Dolores o Bernarda estrena prótesis para el alma

No recuerdo si en algún momento de la conversación me llegó a decir su nombre. Aquella señora se debería llamar Digna por su manera de mirar la vida; o Dolores por lo sufrido; o Bernarda por la entereza con la que ha encarado su historia.
Me crucé con ella hace unas horas en medio del pasillo de un ambulatorio. Desde ese momento no he parado de mirar en la pantalla de mi pensamiento los surcos de su piel y de admirar una especie de aura que la envolvía en la mística más cercana.
Digna tiene ochenta y cinco años y apenas se sostiene en pie. Arrancó hojas de muchos calendarios llorando amargamente. Entró a quirófano diecisiete veces por motivos distintos y algunos muy graves. Las cicatrices de la vida se debaten en duelo titánico con las del bisturí para tallar la figura maltrecha de una superviviente mil veces naufragada y reinventada. Reinventada en su casa, por ejemplo, al sufrir la muerte prematura de su esposo. Reinventada al salir cada día en busca de algo de pan, cuando empezaba a escribir su novela, en medio de un país con costra y hambre de pan y tiros.
Digna a los pies de una cama repintada de hospital esperando la recuperación de su hija que nunca llegó.
Digna porque sabe que hoy ingresará en aquel mismo lugar donde su hija murió.
Digna porque nunca peleó con su destino y lo asumió dócilmente.

Dolores llora desconsoladamente al recordar cómo fue todo. La vida fue cruel con ella y le quitó a dos de sus seres más importantes en los que piensa cada día antes de conciliar, por poco rato, el sueño. No tuvo bastante con asaetearla a dolores, calambres, espasmos de todo tipo, retortijones, bloqueos, lumbalgias, cervicalgias y más algias que la mortificaron siempre. La vida vino a ponerla a prueba con prótesis de casi cada articulación de su cuerpo. Aquellas heridas cicatrizaron pero no se conocen, hasta el momento, las prótesis para el alma.
Llora y paso mi mano (casi tan huesuda como la suya) por su hombro. "Ahí también hay una prótesis", me dice mientras lagrimea. Y entre gimoteos y pucheros sigue narrando su desdicha y su proeza (de la que no es muy consciente como buena heroína) al resistir los embates de un continuo fuerte oleaje. En estos momentos ya me parece un bebé que enternece y al que hay que mecer cantando una nana para serenarlo.

Bernarda no siempre es fuerte. Hoy casi no puede andar. Le fallan las rodillas, el corazón, le falla el brazo derecho y el izquierdo afecto por una trombosis añeja pero lo que nunca le falla es el recuerdo de los que vió marchar. Después de aquello su corazón se enfadó tanto que un cardiólogo lo bautizó como arrítmico y de apellido le puso Sintrón. Bernarda no quería vivir a partir de aquel momento, pero sintió después tantas veces ese mismo sentimiento, que ella misma se sorprende de lo soportado hasta hoy. Como en un juego maquiavélico, la fuerza de la misma naturaleza que la maltrataba, la mantenía viva en la partida. Y sola.
Bernarda vive sola en un pequeño piso de un modesto barrio de Valencia. Ella se cocina. Ella limpia su casa y ella va al supermercado. Me explica sus argucias para pedir al vecindario que le ayude a tirar la basura. Bernarda no es dependiente porque nunca sintió que lo fuera. Tantos han sido los zarpazos recibidos que ni tiempo tuvo para ir a su guarida a lamer las heridas. Siempre otro funeral y otro entierro. Cuando no era una fiebre era una nueva hernia y cuando no el hambre de los peores años de la dictadura. No obstante, nada la doblegó ante la vida. He ahí la fuerza de Bernarda.

Ha entrado antes que yo a la sala para ser vista por un médico. Después de un rato, una enfermera sube una silla de ruedas fría e impersonal como todas las sillas de ruedas. Esta no sabe a quién va a prestar servicio. Será en breve y, por poco tiempo, el trono de doña Bernarda.
Una puerta blanca mate se abre sin sonido (como ocurre inexplicablemente en algunos misterioros lugares ligados al sufrimiento humano). La enfermera se la lleva. Me mira sonriendo y exclama: "¡me llevan al hospital!" En el hospital todas las enfermedades posibles la conocen bien. A sus ochenta y cinco años Digna, Dolores o Bernarda es toda una veterana de guerra.
Imagino que al entrar por la puerta de urgencias le rinden honores los sanitarios. Imagino que las enfermedades se ponen enfermas al saber de su ingreso. Quiero imaginar que su marido e hija le esperan a los pies de una cama repintada y la invitan a caer en un sueño profundo y plácido y se marcha con la misma dignidad y fortaleza que vivió no teniendo ya que soportar ni un dolor más en ese alma santa en el anonimato.

Los sueños, a veces, se cumplen.
Hasta mañana Bernarda.