Me crucé con ella hace unas horas en medio del pasillo de un ambulatorio. Desde ese momento no he parado de mirar en la pantalla de mi pensamiento los surcos de su piel y de admirar una especie de aura que la envolvía en la mística más cercana.
Digna tiene ochenta y cinco años y apenas se sostiene en pie. Arrancó hojas de muchos calendarios llorando amargamente. Entró a quirófano diecisiete veces por motivos distintos y algunos muy graves. Las cicatrices de la vida se debaten en duelo titánico con las del bisturí para tallar la figura maltrecha de una superviviente mil veces naufragada y reinventada. Reinventada en su casa, por ejemplo, al sufrir la muerte prematura de su esposo. Reinventada al salir cada día en busca de algo de pan, cuando empezaba a escribir su novela, en medio de un país con costra y hambre de pan y tiros.
Digna a los pies de una cama repintada de hospital esperando la recuperación de su hija que nunca llegó.
Digna porque sabe que hoy ingresará en aquel mismo lugar donde su hija murió.
Digna porque nunca peleó con su destino y lo asumió dócilmente.
Dolores llora desconsoladamente al recordar cómo fue todo. La vida fue cruel con ella y le quitó a dos de sus seres más importantes en los que piensa cada día antes de conciliar, por poco rato, el sueño. No tuvo bastante con asaetearla a dolores, calambres, espasmos de todo tipo, retortijones, bloqueos, lumbalgias, cervicalgias y más algias que la mortificaron siempre. La vida vino a ponerla a prueba con prótesis de casi cada articulación de su cuerpo. Aquellas heridas cicatrizaron pero no se conocen, hasta el momento, las prótesis para el alma.
Llora y paso mi mano (casi tan huesuda como la suya) por su hombro. "Ahí también hay una prótesis", me dice mientras lagrimea. Y entre gimoteos y pucheros sigue narrando su desdicha y su proeza (de la que no es muy consciente como buena heroína) al resistir los embates de un continuo fuerte oleaje. En estos momentos ya me parece un bebé que enternece y al que hay que mecer cantando una nana para serenarlo.
Bernarda no siempre es fuerte. Hoy casi no puede andar. Le fallan las rodillas, el corazón, le falla el brazo derecho y el izquierdo afecto por una trombosis añeja pero lo que nunca le falla es el recuerdo de los que vió marchar. Después de aquello su corazón se enfadó tanto que un cardiólogo lo bautizó como arrítmico y de apellido le puso Sintrón. Bernarda no quería vivir a partir de aquel momento, pero sintió después tantas veces ese mismo sentimiento, que ella misma se sorprende de lo soportado hasta hoy. Como en un juego maquiavélico, la fuerza de la misma naturaleza que la maltrataba, la mantenía viva en la partida. Y sola.
Bernarda vive sola en un pequeño piso de un modesto barrio de Valencia. Ella se cocina. Ella limpia su casa y ella va al supermercado. Me explica sus argucias para pedir al vecindario que le ayude a tirar la basura. Bernarda no es dependiente porque nunca sintió que lo fuera. Tantos han sido los zarpazos recibidos que ni tiempo tuvo para ir a su guarida a lamer las heridas. Siempre otro funeral y otro entierro. Cuando no era una fiebre era una nueva hernia y cuando no el hambre de los peores años de la dictadura. No obstante, nada la doblegó ante la vida. He ahí la fuerza de Bernarda.
Ha entrado antes que yo a la sala para ser vista por un médico. Después de un rato, una enfermera sube una silla de ruedas fría e impersonal como todas las sillas de ruedas. Esta no sabe a quién va a prestar servicio. Será en breve y, por poco tiempo, el trono de doña Bernarda.
Una puerta blanca mate se abre sin sonido (como ocurre inexplicablemente en algunos misterioros lugares ligados al sufrimiento humano). La enfermera se la lleva. Me mira sonriendo y exclama: "¡me llevan al hospital!" En el hospital todas las enfermedades posibles la conocen bien. A sus ochenta y cinco años Digna, Dolores o Bernarda es toda una veterana de guerra.
Imagino que al entrar por la puerta de urgencias le rinden honores los sanitarios. Imagino que las enfermedades se ponen enfermas al saber de su ingreso. Quiero imaginar que su marido e hija le esperan a los pies de una cama repintada y la invitan a caer en un sueño profundo y plácido y se marcha con la misma dignidad y fortaleza que vivió no teniendo ya que soportar ni un dolor más en ese alma santa en el anonimato.
Los sueños, a veces, se cumplen.
Hasta mañana Bernarda.
1 comentario:
Oscar Wilde dejó dicho: Todos matan lo que aman: el cobarde, con un beso; el valiente, con una espada. Y ese dicho se repite día a día, lugar tras lugar, vida tras vida.
Y como ya aventuró Federico G. Lorca: la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
Nos queda, para entender la vida, asignarle el valor adecuado y, si la amamos, decidir si somos cobardes o valientes. Cobardes para seguir besándola hasta que se canse de nosotros o valientes para asestarle una estocada en lo mas profundo.
Y Digna Dolores Bernarda ha vivido la vida, besando su sangre con cobardía, con la cobardía que da el miedo a perderla, aprendiendo día a día de sus desdichas.
Y ese peregrinar de aprendizajes le habrá llevado a ser valiente, tan valiente como para asumir el poder de la espada.
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