Me gusta compartir conversación con personas mayores y no tan mayores. En las explicaciones que dan de lo vivido se entremezcla la historia pasada, emociones y vivencias personales. El fin de semana pasado visité la casa de una amiga y conocí a sus padres. La madre, valenciana, es una luchadora nata que no entiende la vida sin el trabajo. El padre, un emigrante andaluz que probó con la capital del reino y, tras resistírsele, se decidió por un pequeño pueblo de los alrededores de Valencia para echar raíces. Pongamos que el padre de mi amiga se llama Antonio. Antonio nos contó lo dura que había sido simpre la vida para él y su esposa. Cómo había sobrevivido al hambre de hace sesenta años, luego a las penurias de la dictadura y demás plagas que vio azotar este país. Lo ingranto que puede resultar el ejercicio de vivir y mantenerse en pie. Y la agonía de parecer no tocar fin nunca en la desgracia, en la enfermedad, en el frío y la pobreza. Hoy se sentía orgulloso. Padre de tres hijos y propietario de una vivienda en aquel pueblo anónimo, "tirar de rodillo" le ha permitido hacerse así mismo y pagar para vivir. Una de sus hijas, mi amiga, incluso pisó la universidad en la capital, se graduó (como dicen en EEUU) y en el pueblo se la admira.
Éste es todo el patrimonio de Antonio a sus algo más de sesenta años. Dice que posee poco pero que no debe nada.
Me quedo fíjamente observando las manos curtidas de aquel hombre nervioso y hablador. Repite incesantemente que ha pasado mucha hambre, que hubo muchas veces en que no tenía nada que llevarse a la boca. Pienso si ya nos hemos alejado lo suficiente de aquel nubarrón de tripas vacías y caras largas. Respondiendo a mi pregunta de si volveremos a ese escenario, niega esa posibilidad. Cree en el sistema. Se aferra al Estado como si fuera una tabla de madera en medio de un naufragio. Sus propios miedos aún vivos aturden su alma ante la mínima posibilidad de la vuelta atrás.
Antonio duerme bien. Ha trabajado duro para tener unos cuantos ahorros. Ha dado formación a sus hijos y ha pagado una casa humilde en un pequeño pueblo. No sabe mucho de grandes marcas de coches aunque de tonto no tiene un pelo. No le quita el sueño el inquilino de su segunda vivienda porque nunca la tuvo. No siente la corbata apretar su cuello porque su campechanía le hace lucir la moda de la sencillez. Ahí debió quedarse todo, en esa sencillez. Pero muchos quisieron más y más y la ambición desmedida condujo a la ruina. La misma ruina que acompañó a la historia de España durante siglos. La misma pobreza que hoy lleva a los españoles en busca de trabajo a Rumanía.
No estamos tan lejos, sigo pensando, de la miseria de hace cincuenta años. Mucho me temo que Antonio verá, al atardecer de su vida, más bancarrota a su alrededor porque no pocos creyeron que este país se llamaba Jauja cuando era España.
Éste es el retrato de la cordura de Antonio y la pobreza de la sociedad española. El luto lo canta mejor la poetisa:
Tengo los ojos enlutados
mis manos se tornaron blancas
yertos los dedos
fría la sangre.
Del viejo tronco de mi vida
surge sumisa
la mueca de un gesto
en la infatigable tristeza
de un cayado que ara
nostalgias, anhelos, sueños
y el surco de la melancolía.
Hasta mañana españoles de bien. Hasta mañana Antonio. Hasta mañana J.
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1 comentario:
Me emocionan tus palabras, Antonio te aseguro que se sentirá orgulloso de que su hija haya conocido a gente como vosotros porque en la distancia ha sabido de la gente que le rodea,gracias, gracias, gracias, dirá tu amiga por compartir tu sabiduría con el recuerdo de alguien al que has conocido y del que también siente el orgullo de haberle brindado todo lo que ella es hoy.
Os quiero.
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