sábado, 29 de noviembre de 2008

A pedir a la puerta de la Iglesia

Vengo observando desde no hace poco tiempo que los pobres de solemnindad, los pobres de entre los pobres que bautizó Teresa de Calcuta, ya no reclaman caridad crisitiana a las puertas de las iglesias (todo un clásico) sino que tiran de la saya pagana a la salida de los Mercadona. El atemporal libro El Lazarillo de Tormes, que recomiendo encarecidamente a mis alumnos siempre que tengo oportunidad, nos mostró la brillantez de la picaresca de quienes se ven en la puta calle pasando frío y hambre. Los pobres de entre los pobres, los sintecho, los desheredados de la tierra conocen a la perfección los movimientos de la sociedad a la que reclaman la subsistencia. Estudian sus pasos y costumbres porque observan el mundo desde primera hora de la mañana hasta el último rayo de sol. La calle es la pizarra donde leen los renglones de sus vidas. Toman como suya la ciencia de la observancia de los antiguos filósofos griegos. De este modo son los más aptos para hacer un retrato veraz de los que desfilamos ante sus apagados ojos.
Algunos estarán pensando que me olvido de que estas personas suelen ser polienganchados que necesitan litros de vino, chutes de heroína u otras sustancias para soportar la vida. Soy consciente de esa realidad pero aún en esas condiciones se puede retratar el mundo con lente limpia si la conciencia es trasnparente.
En cualquier caso no quiero ir por esos derroteros. La cuestión es que los mendigos ya no mendigan nuestros céntimos a la entrada de las iglesias sino en emplazamientos de más tránsito, más concurridos. La misa diaria ya no es rentable y eso es un secreto a voces. No lo es para extender la mano del que pide ni tampoco para la institución que mantiene sus ritos vivos a base de respiración asistida. El gesto de partir el pan ya no le renta a nadie por diferentes motivos.
Los curas ponen más empeño en cualquier otra actividad parroquial de proyección social conscientes de que es ahí donde se ganan almas. Los obispos se afanan en acudir a conciertos sectarios para controlar que cada nota ocupe su lugar en el pentagrama del engaño. El Obispo de Roma viaja por el mundo adoctrinando a multitudes que oyen pero no escuchan la palabra que saben adulterada.
En medio de este paisaje, el portavoz de la Conferencia Episcopal Española ha aprovechado hoy los tiempos de crisis para sumarse al ejercicio de pedir. Ha pedido a los españoles más sensibiliadad y conciencia con la Iglesia tan necesitada en estos momentos en que hay más casos que socorrer. Ha pedido más contribución para sostener la labor social de los católicos, apartado que siempre he elogiado de esta institución. El problema es otro. No puedo quitarme de la cabeza cuánto de mi moneda al pobre de la puerta de Mercadona se va para el siguiente cartón de vino quema-venas y cuánto de mi cruz en la casilla de Hacienda se convertirá en tela de las pancartas que antoje a sus monseñores lucir proximamente por la plaza de Colón. O peor aún, qué proporción de mi euro surcaría los vientos españoles a modo de veneno radiofónico mañanero contribuyendo así a apagar un fuego con gasolina.
Visto lo visto prefiero seguir el primero de los principios de una economía saneada: no dar un pescado a nadie (menos si no lo tengo) y enseñar a utilizar la caña para que se lo pesquen ellos.
A los obispos les digo aquello de... ¡a pedir a la puerta de la iglesia! ya veríamos como se morían de hambre. Sobre todo si por su puerta pasaran madres solteras, mujeres que abortaron un día, homosexuales que se creen hijos de Dios, divorciados paseando a sus hijos en régimen de visitas...
Hasta el lunes almas compradoras de eternidad. Hasta el lunes futuros infiernos míos. Hasta el lunes J.

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