viernes, 20 de marzo de 2009

Cercano siempre a la locura

Hay un cementerio en el que me gustaría vivir. Se encuentra en algún punto perdido de la geografía andaluza hermanado con Málaga.
Desde él se puede ver amanecer poseyendo el sol y envolverse con las nubes que coronan la montaña que observa la esotérica estampa.
Sus privilegiados habitantes reposan en la misma eternidad que soñó Antonio Gala, dejando su alma caer entre versos lorquianos, verdes que te quiero verdes prados, verdes ramas...
En las calles huele a azahar durante las breves noches de verano mientras el grillo regala a la luna interminables sinfonías de cuerda.
La cal de sus casas me trae a la mente un gran libro, uno sin principio ni fin en el que pueden leerse vidas ahora silenciadas, en el que se escribirán más romances y sueños por cumplir que quedaron emborronados bajo aquella falda larga y negra.
Su enterrador es un hombre curtido por el mismo sol y la misma luna cómplices ahora de sus locuras y hechizos para burlar a la muerte.
Es dicharachero y mira a los ojos como el pocero amarra el cubo para extraer líquido del fondo.
Se sabe importante porque es guardián de promesas incumplidas y es una frágil columna pensada para permenecer recta pero constrída de materiales innobles.
Cuenta que un día vio pasear por callejuelas a familiares y amigos y también los vio en el mercado o arrancando tomillo en el monte durante aquella romería en honor a San Sebastián.
No quiere tropezar con aquel osario de dramas pero cada día se topa con él para dar fe de lo efímero del hombre. Se refugia tras una espesa cortina de humo y de esa forma, siendo a la vez hombre y niño en pleito, enternece al visitante.
Se cita allí cada día con el duende y la guitarra mientras cava con su pala un nuevo agujero de llantos. Cercano siempre a la locura, siente la soledad sostenida entre el principio y el fin y espera que aquel humo le haga ver otra cara del hombre y sus anhelos.
Si os perdéis por un bosque de matorral y olivo coronado por un sol justiciero que envía lanzas prendidas desde lo alto al eclosionar la primavera, si vuestros pasos os conducen por algún motivo incierto hasta aquel Pueblo Divino tocado de la pureza del blanco, preguntadle a él por este viaje. A buen seguro os acogerá con el graciejo de los lugareños y la sabiduría del filósofo griego. Si ya no está, no se apene vuestro corazón pues se reunió con los suyos en aquel pueblecito blanco o metálico como la luna.

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