viernes, 17 de octubre de 2008

En un país de hipócritas

Tengo ganas de ver la entrevista de Iñaki Gabilondo esta noche en Noticias Cuatro a los padres de Javier, el niño que nos ha devuelto la esperanza. Javier ha venido a curar a su hermano de una anemia congénita muy grave pero, para que el milagro ocurra, la ciencia ha tenido que intervenir en el curso de los acontecimientos y seleccionar los embriones libres de anomalías que dieran lugar a un nuevo ser sanador o "niño medicamento". Volviendo a mi interés inicial, he de confesar que el avance me produce una gran alegría porque revoluciona de nuevo el ámbito de la biología y la medicina. Los sesudos investigadores que pasan sus vidas rodeados de probetas, buretas y matraces aforados parecen permanecer siempre ajenos a las polémicas del mundo real donde tienen impacto los hallazgos de laboratorio. Tiene mucho que aprender del colectivo científico la Conferencia Episcopal Española que, como bien saben, menos en las iglesias con sus feligreses más necesitados o en las catedrales limpiando murillos está en cualquier parte. Hoy se ha hecho un hueco a codazos en medio de la noticia, como suele ser su estilo, por medio de una misiva radical en la que condena este avance por motivos éticos. Denuncia que "se haya silenciado el hecho dramático de la eliminación de los embriones enfermos y eventualmente aquellos que, estando sanos, no eran compatibles geneticamente". De nuevo, banquete de hipocresía por todo lo alto de los purpurados que rigen el destino de nuestra iglesia.
Viendo las imágenes de una familia feliz en medio del milagro que le ha regalado la ciencia, se me hace difícil entender las duras palabras de esta cúpula terca y miope que dice erigirse en honor a la verdad. Pero era verdad la tesis de Galileo y, por eso, el pensamiento ilustrado tomó su torturta como paradigma del comportamiento de la Iglesia frente a la ciencia. Sabemos que aquellos torturadores del pasado hoy hablan por micrófonos y acuden a fiestas privadas de políticos del más alto nivel. Poco atienden, sin embargo, a los problemas internos de una casa desvencijada con las sillas vacías y el brasero a medio prender.
Juan Pablo II, dicen los que le conocieron, se preocupó por revisar la historia de la triste equivocación que cometió su Iglesia con Galieo (haciendo de juez Garzón por eso del revisionismo) y llegó a la conclusión de que el científico no fue quemado en la hoguera, sino privado de libertad y recuído en casa. Se le condenó sólo a formalem carcerem pero murió en su casa y no pasto de las llamas como los ilustrados hicieron creer. La Iglesia lo sabe bien: el mayor daño que se le puede causar a un ser humano no es el daño físico. Es el daño moral derivado de la estrangulación de la inteligencia y el alma la que mata con más saña. Hoy que los tiempos han cambiado la Iglesia vuelve a censurar sin medida a los que están más cerca de la verdad. Surge de nuevo el conflicto cuando los científicos quieren hablar y sus palabras no concuerdan con los versos mal traducidos de un libro de hace dos mil años. Y para que todo vaya bien y no se despierte el espíritu belicoso con el que han escrito su historia, los cientíticos tienen que callar, los homosexuales tienen que curarse, los jóvenes practicar sólo el beso y la caricia antes del altar y la SER despedir a Francino. De todos modos los hombres de iglesia nos programaron tan bien que me espero lo peor. No lo digo porque logren callar a Francino ni porque peligre la pasión entre los jóvenes, no. Lo digo porque después del rapapolvo de los obispos no me extrañaría que Javier, nuestro protagonista de hoy, fuera bautizado por sus padres en la parroquia de su barrio. ¡Menos mal que allí no hablan mal de Bernat Soria ni de Francino! Hasta el lunes esperanzados hijos de la ciencia. Hasta el lunes luces del saber. Hasta el lunes enemigos de la ignorancia. Hasta el lunes J.

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